por José Santos
Antes de ingresar a su casa, Sofía prefiere distender el tiempo, prolongar la espera de Pablo, caminando por la arena. Se quita sus zapatos. Hunde los pies en la arena húmeda y oxidada. El viento no es frío ni perturbador, de modo que avanza hacia el agua fría, dejando que moje sus tobillos y el agua escurrirse entre los dedos de sus pies. Es verdad que hace tiempo se siente hueca, insatisfecha, vacía. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo que creía que Martín llenaría sus vacíos, todos sus agujeros, pero a poco de casarse descubrió que solo había sido una ilusión. Que por más que ame a Martín no le alcanza. Su agujero solo se puede llenar con un placer que aún no confesó a su psicoanalista. Simplemente no se atreve. No le agrada la idea de ser prejuzgada. Al diablo con los prejuicios -se anima-. Es mi vida y punto. Lo cierto es que en esos momentos clandestinos se siente viva. Su único consuelo lo da la naturaleza salvaje de su cuerpo. Le permite recuperar las ansias de vivir. Si tan solo Martín se hubiera atrevido a acompañarla en sus fantasías sexuales. Sexo con desconocidos, ¡no! Menage a trois, ¡no! Masoquismo, ¡no! Cuando lo llevó engañado a un bar de swingers, Martín lo abandonó ofuscado. Una pena. Por eso en un rato, se desnudará y se someterá mansamente al juego de sumisa. Y al igual que las otras veces, rogará por ser atada y sodomizada. Establece con Pablo un experimento sexual, dejándose arrastrar hasta el exceso.
Mientras su piel se eriza, no pude quitar la vista del insípido horizonte ondulado del mar. Azul del mar, celeste el cielo y la nada misma. No entiende por qué a la gente esa imagen le parece subyugante. A ella le parece una mierda. Necesita estar rodeada de ruido. Y eso es tan cierto que debe ser franca consigo. Mientras dura sus juegos sexuales, se siente viva, pero no sirve más que para esos momentos. Si se alejara de Martín, ¿quién le garantiza que al cabo de un tiempo, no volverá a sentirse atosigada y hastiada por otro? Intuye que de abandonar su microcosmo le traería mayor angustia. No, por Dios, estoy repitiéndome las palabras de mi madre. Basta de miedos, piensa. Es su momento para volver a ser ella, una mujer libre, con toda la vida por delante. Nadie tiene derecho a impedírselo. El viento del mar golpea en su cara y arrastra las olas, se cuela en su nariz y huele a pescado podrido o fracaso, que para el caso, es lo mismo. Por eso, con los pies helados y fastidiada con el olor, con el mar y con sus contradicciones, se vuelve y retorna al sendero que conduce a su casa playera.
Cuando Sofía entra a la habitación, escucha la música que suena. Bossa nova, la misma de siempre. Pablo sentado en el sofá, la mira un momento. Ella quiere compensarlo con un abrazo, pero él, sabe actuar su rol. La evita y le ordena:
– Sin bombacha y sin corpiño.
Pablo McCarthy bebe de su copa. Sofía de pie en el centro de la habitación, se pone en situación de inmediato. Con cara de inocencia, levanta un poco su vestido para despojarse de su bombacha, se la quita y se la entrega a McCarthy. Luego repite la maniobra, desde arriba, se quita el corpiño y se lo entrega. A cambio, empuña la copa que le ofrece Pablo.
– Tomalo todo y sentate en el piso.
Siente el alcohol en su garganta y sus deseos en la piel. Se sienta sobre el piso.
– No deberías sentarte sobre el vestido.
Eso es fácil. Pasa sus manos por detrás, levanta su vestido y de inmediato, apoya sus nalgas desnudas sobre las maderas. Siente el piso frío que le estremece la piel. Pablo McCarthy inexpresivo, la contempla desde el sofá. Ella no se atreve a preguntarle nada, ni a cuestionar sus órdenes. Hasta que él, mirando su sexo expuesto y desnudo, solo levanta el mentón, imperativamente, una vez. Ella ya sabe lo que debe hacer. Flexiona sus piernas, apoya las plantas de los pies en el piso, se abre de par en par y le muestra su sexo cuidadosamente depilado.
– Quedate quieta.
Pablo McCarthy se incorpora. Usando la fuerza, baja el cierre de su espalda y le quita el vestido por su cabeza, que lo deja tendido junto a la cama. Sofía se inclina hacia atrás, para que le tome sus pechos desnudos, pero McCarthy dando un rodeo, vuelve a su sofá sin siquiera rozarla. Sofía queda inmóvil sentada, sobre el piso, con sus piernas abiertas, sin poder juntar sus rodillas, sus pechos desnudos y la copa de vino en su mano. Delante suyo tiene un espejo que la refleja así, desnuda, inmóvil, en el piso.
McCarthy después de observarla durante unos segundos, se incorpora, la levanta del piso usando la fuerza y la conduce por el brazo, hasta una banqueta de cuero blanco. Allí, la sujeta con sus brazos por detrás con unas pulseras metálicas revestidas en gamuza roja, que se calzan como unas esposas y se cierran con una llave pequeña. Después le hace extender sus piernas a los costados. Sin detenerse, le pasa la palma de su mano, por la espalda, luego por el abdomen y la parte inferior de sus pechos, sigue por sus muslos. Le ordena:
– No te muevas.
Da media vuelta McCarthy, camina hasta su bolso, de donde extrae brazaletes de cuero, que se coloca cada uno en sus brazos. Después desenrolla sobre la cama un látigo de cuero y se coloca unos guantes de cabritilla negra. Sofía, a un costado, siente que resbala sobre la banqueta, se mueve instintivamente para acomodarse, lo que hace que Pablo, la tome por detrás del cuello y le murmure en su oído:
– Dije que no-te-muevas.
La fuerza a ponerse de pie, le ordena que exponga sus nalgas, adonde le aplica varios azotes a palma limpia, que despiertan gemidos leves de Sofía. El juego avanza lento al inicio e intenso unos minutos después. Pero esta vez, es distinto. El placer se demora y no toca a Sofía. A mitad de camino de excitación y frustración, ella exige mayor intensidad en las palmadas y azotes del látigo. McCarthy responde a sus deseos y aplica golpes más fuertes, pero ante la insistencia de Sofía de más fuerza y vigor, nota que esa piel blanca y suave, está ahora demasiado congestiva y roja en un punto ya de no retorno, y en ese momento abruptamente se detiene. Pablo conoce a Sofía, sabe que satisfacerla es un juego que puede avanzar a límites peligrosos. Tan peligrosos que puede lastimarla. Sabe además que Sofía esta perturbada y rabiosa por la foto de Annalisa y Martin. La detención inconsulta, termina por frustrar la excitación de Sofía, que suelta sus ataduras, abandona su posición de sumisa, e invirtiendo los roles, furiosa e irritada por la no complacencia, le ordena:
– ¡Hace lo que te digo! ¡Golpéame!
Pablo sigue inmóvil. No quiere dejarle marcas. No quiere lastimarla. Se siente incapaz de traspasar límites con esa mujer a la que ama. Respira hondo y cuando por fin la mira, ella le arrebata el látigo de cuero y le descarga con furia dos latigazos que golpean el primero en su mejilla y el segundo en su antebrazo. McCarthy forcejea y le quita el látigo antes que la situación se desmadre aún más. Sofía se deja caer llorando, abrumada, pesadamente en la cama, mientras lo echa de su casa a Pablo.
No comprende que sucede. Su agujero sigue vacío. Sin placer no hay juego. Se da cuenta que lo arruinó todo. Sin explicaciones ni palabras, se viste apresuradamente, abandona la casa playera y emprende el regreso. En el camino de vuelta relee los mensajes de Martín. Aun podrían ser la pareja ideal que siempre soñó. Llora. Se siente confundida. De hecho no sabe si la persona en la que ella se está convirtiendo es la persona que quiere ser. Acaso sea un error. No importa. Nada la detendrá. De los errores se aprende. Además, nadie es perfecto.
Por otra parte, se consuela reconociendo que transcurrió mucho tiempo desde la última vez que Martin logró conmoverla. Demasiado. No oculta su regocijo interno por verlo arrepentido, rogando por su amor. Por primera vez en el día, sonríe. Que sufra. Seguirá sufriendo, si quiere volver a tenerla consigo y después veremos. Escribe un mensaje escueto:
– Quiero el divorcio.